J. M. reloaded

lunes, 14 de junio de 2010
En todo; te encuentro en todo y en todo te quiero ver. Adoro encontrarte en cada esquina, que lo que vimos tenga tu reminiscencia y lo que no vimos esté en mi lista de lo que nos falta ver. Que las discusiones surjan porque yo no quiero partir y otro tanto porque vos no me querés devolver. Que yo ingrese a la cocina para tomar una olla y poderte sorprender. Conocer tus costumbres y vos las mías, prepararte el café con un chorrito de leche, tres y media de azúcar y una cucharada de café. Mirarte dormido, desear tu mirada y saborear tu piel. Cruzar la línea, abrazarte bien fuerte y dejarnos ser. Que me escuches, que me enseñes y que me saques de mis cabales con una sonrisa en tu boca hasta borrarme el enojo y hacerme olvidar el porqué. Porque me cuidás, porque me dejás cuidarte y porque te siento tan adentro que da miedo, por todo eso es que te amo bebé.

Mi planta de naranja-lima

lunes, 7 de junio de 2010
No recuerdo cuantos años tenía exactamente el día que descubrí ese libro viejo y gastado entre los manuales de abogacía de mi hermana mayor. La publicación había pasado por un sinfín de trajines y leídas antes de caer en las manos de esa nena de apenas 9 ó 10 años. Lo que sí recuerdo es que las palabras de José Mauro de Vasconcelos en Mi planta de naranja-lima me penetraron, lograron tocar y retorcer todas las fibras de mi ser hasta convertirse en el primer libro que me hizo llorar. Y llorar con ganas, lagrimear al punto de querer abrazar al pequeño Zezé y consolarlo ante tanta injusticia y dolor.
La magia de Vasconcelos está en la simpleza de la narración, en su capacidad de relatar con crudeza e inocencia los hechos que lo marcaron a los cinco años de edad. La primera línea que cruza los ojos del lector -"Historia de un niño que un día descubrió el dolor…"- refleja exactamente lo que afronta el pequeño ángel "endemoniado" en su pequeña casa, a pasos de la carretera Río-San Pablo y de "El Mangaratiba", ese tren que maravilló al protagonista pero que también lo destruyó.
El tiempo pasó, pero la belleza del relato siguió apareciendo ante mí cada vez que ordenaba la biblioteca y descubría esas hojas amarillas entre obras de literatura clásica y novelas románticas. Encontrarlo era leerlo de nuevo y saborear las ocurrencias de ese pequeño que aprendió a descifrar el significado de las palabras sin ayuda; que fue golpeado hasta el hartazgo, y que quiso morir ante la mirada desviada del "Niño Jesús".
¿Qué tiene de especial Mi planta de naranja-lima? Puede que para el resto sea sólo una novela más, tierna pero sin grandes prodigios. En mi caso, algunas de sus frases quedaron grabadas a fuego en mí, como cuando Zezé le cuenta a su amado "Portuga" que va a matar a su padre y que los insultos y la venganza de nada sirven para desterrar a alguien de adentro. “Matar no quiere decir que uno tome un revólver de Buck Jones y haga ¡bum! No es eso. Uno lo mata en el corazón. Va dejando de querer. Y un buen día la persona muere”. Zezé mató a su padre bien adentro y algo de eso me pasó a mi a los quince cuando prometí en una cama y llorando que por él no iba a llorar más, que ninguna de mis lágrimas debían ser desperdiciadas. Ese día a los quince, como el pequeño brasilero a los cinco, decidí que era hora de terminar con esa ilusión y descubrí que muchas cosas nacen de la imaginación, y ahí quedan.
Hace unos días me reencontré con esta historia. En una madrugada bañada en llanto, Gloria, Jacinta, Totoca y Luis resurgieron de la mano de Zezé y Tío Edmundo. Y las letras me transportaron al pasado, ví al “Niño-Diablo” nuevamente montado en la dulce Xururuca, vislumbré la flor imaginaria en el florero de Cecilia Paim y sentí esa profunda puntada que ahora, y sólo por nombrarla, me ha vuelto a hacer sollozar.