Internación

domingo, 18 de julio de 2010
Era de noche, sólo se escuchaba el murmullo del aire mientras parpadeaban las señales de los aparatejos médicos indicando mi pulso, oxígeno en sangre y latidos del corazón. Otra vez me levantaba entre sudoraciones y pesadillas en la habitación 227 de la clínica, con los pensamientos nublados por el rivotril y los ojos tapados por la oscuridad del lugar. Cuando despertaba siempre miraba lo mismo: controlaba que la vía conectada a mi brazo estuviera limpia, y que la sangre de mi cuerpo no haya avanzando por esos cilindros de plástico transparente en busca de su libertad. Controlaba que todo estuviera bien porque estaba harta de ser perforada por las enfermeras y sus agujas que intentaban hacer llegar a mi interior antibióticos, sueros y calmantes en una batalla encarnizada y científica contra la neumonía que había pulverizado mis pulmones hasta dejarlos hechos una esponja mustia y sin forma.
La vía estaba limpia, el reloj indicaba las 5 de la mañana y faltaba una hora para la siguiente ronda de remedios, chequeos de temperatura y presión. Levantar el brazo, extender la mano, tomar el vaso y tragar la píldora se convirtieron en un rictus cotidiano durante doce angustiosos días. Todos intentaban contentar a esa mujer que se sentía una niña, a esa joven de 25 años que experimentaba un shock lacerante a los sentidos y cuyos recuerdos regresaban como flashes oníricos cada noche de internación. Puntadas, no poder respirar, la cara de mi gente, de esas personas que me quieren y me acompañaron en la larga tertulia. Y mientras tanto pensaba en mi suerte, en mi gran suerte, porque a pesar de la agonía y del endemoniado neumococo que coartaba mi salud, yo era cuidada, querida, mimada, acompañada. Pensaba en tantos otros muertos de frío, solos, sin ayuda, afrontando cosas similares. Y entonces lloraba más, lloraba por la injusticia y egoísmo de mis lágrimas, sufría al descubrirme tan indefensa estando tan segura.
Así transcurrieron las madrugadas, con mi mano abrazada al rosario que rodeaba mi cuello y me cuidaba el corazón; con la vista fija en mi "vieja", madre, mamá, guía, que no se movió ni un segundo del lado de su hija y luchó con puños y lengua contra los incompletos informes médicos. El día se avecinaba y yo intentaba encontrarle un sentido a todas las dudas que me habían postrado en esa cama de hospital. Todavía intento encontrarles respuesta; aún pienso desde mi casa cuál es el mejor camino para transitar. Pero nunca sola, nunca sola.